Relato Caraqueño

     Una noche de junio de 1938, en una plaza solitaria de la ciudad de Caracas, se encuentra Jordán Sifontes. Su aspecto es tenebroso, lleva un traje de la época, sombrero de copa y zapatos de charol. Su mirada maquiavélica, intensa y frívola se pierde en la oscuridad de la noche. De vez en cuando, saca un pequeño reloj del bolsillo para ver la hora. Está muy nervioso. Espera a alguien, pero ¿A quién? Eso solamente lo sabe él.

     A lo lejos se escucha los ladridos de los perros, nadie camina por la calle a esa hora ni siquiera a asomarse por las ventanas resguardadas por barrotes de hierro. El viento que proviene del Ávila torna gélido el ambiente. El follaje de los arbustos está cubierto por una capa oscura que impide distinguir el verde esmeralda de sus hojas; a su vez el cerro se erige como una gran muralla, la cual ningún ser humano pudiera escalar.

     Jordán está inquieto, pasa el torso del brazo por su sudoroso rostro, y en la mano derecha empuña un arma que resguarda con recelo. De pronto por una esquina se aproximan dos siluetas, casi no se distinguen, al momento de que los cuerpos se iluminan por la luz del farol, se observa a una mujer que viene escoltada por un caballero. La señorita viste un vestido de corpiño y muselina, y el caballero un traje de color gris.


     Al pasar por la plaza, el Sr. Sifontes sale a su encuentro.

 Así los quería ver, par de tórtolos desgraciados— saca el arma del bolsillo—. Ahora díganme, ¿Cuál es la excusa que me van a dar? ¿Quién de los dos me va a explicar qué pasa aquí?

— ¡Jordán! ¡Por favor guarda esa pistola! Amor mío, déjame explicarte, las cosas no son como te imaginas...

— ¿Cómo? ¿Y según tú cómo son? ¿Quién es este desgraciado con el que me engañas?

— ¡A mí no me insultas! Diríjase a la señorita y a mí con respeto—. Dijo el hombre colérico.

   Yo me dirijo a ustedes como se me da la gana. A ver, ¿Cuál es la relación que se traen ustedes dos? ¡Hablen de una buena vez!

— Por ese carácter es que la estás perdiendo, imbécil.

— Ahora sí es verdad que los mato, par de infelices.

— ¡Jordán no! Amor no dispares—. Decía la mujer sollozando.

     Sin dar más explicaciones mató a la pareja, los dejó tendidos en el frío y áspero suelo del pavimento. Ella a pesar de todo seguía estando bella. Muerta, pero bella. La muerte como que se apiadó de la hermosura de la joven y dejó que se quedara con su semblante intacto. El hombre al marcharse dice:

— Así es que se castiga a los amantes... de mí nadie se burla.

     Esa noche Jordán Sifontes mató a su mujer y a su amante, pero ¿En verdad mantenían una relación amorosa? ¿Esa mujer le habrá sido infiel? ¿no? Se alejó por la lóbrega calle, silbaba como si nada hubiese pasado.


     Las calles vuelven a estar desiertas, los perros ladran de vez en cuando, y en la acera cercana a la plaza, yacen los cuerpos gélidos de la pareja de desdichados... ¿Alguien los habrá visto?





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