Un día de verano

     Era un hermoso día de verano, el luminoso sol se reflejaba en el magnífico espejo del mar, y en algunos peñascos las gaviotas se posaban sobre las piedras a contemplar el paisaje; unas que otras, inmóviles, acechaban a sus presas que serían la comida del día. La arena estaba húmeda, suave, y la espuma cándida del agua salina, parecía ocultar las travesuras hechas por los pequeños; o en el mayor de los casos, los sórdidos secretos de los adultos. 

     El agua estaba diáfana y fresca. La transparencia de la misma dejaba al descubierto las conchas marinas depositadas en la orilla, y algunos peces que nadaban temerosos hacia lo profundo del océano. Sus escamas iridiscentes parecían mágicas. A su vez, la tibia caricia del viento rozaba suavemente las hojas de los árboles, y se percibía un grato aroma de mar, arena, playa.

     Ese día Daniel y su familia habían ido de paseo a esta hermosa isla paradisíaca, querían disfrutar un rato agradable olvidándose por un momento de sus actividades cotidianas. Él y su hermana jugaban en la orilla de la playa mientras sus padres tomaban un poco de sol. No había muchos turistas, lo cual era maravilloso para ellos. 

     Al medio día los padres llamaron a los pequeños para darles una merienda. Entre risas recordaron algunas anécdotas vividas. La algarabía de los cánticos se escuchaba en la solitaria playa. El niño, curioso le dijo a su madre: "mamá ¿puedo ir a descansar en aquel árbol que está allá al lado del bote?"; a lo que la madre le respondió: "Sí hijo, pero no te alejes mucho"... Efectivamente el muchacho se acercó al frondoso árbol de hojas esmeraldas y frutos dulces. Bajo ese arbusto encontraría un destino funesto.

     El niño se acobijó bajo la sombra del arbusto, con firmeza arrancó uno de sus frutos, el cual olía exquisitamente. Al darle varios mordiscos notó el dulzor de la fruta. De pronto empezó a sentir un fuerte dolor de barriga, la cabeza le daba vueltas, sus manos estaban rojas como un tomate y un calor abrasador arropaba su garganta. Vomitó varias veces, sentía que el árbol lo asfixiaba, como pudo salió del lugar. Con fuerza llamó a sus padres...

  ¡Hijo! ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? Decía la madre histérica. 

 ¡Daniel hijo! ¡Háblame! Dijo su padre.

 Me ahogo... no puedo respirar, ayúdenme...

     El padre del niño lo cargó y corrió deprisa al carro, más atrás iba la madre angustiada con la niña. Camino al hospital el joven vomitó varias veces. Al llegar al nosocomio los doctores no pudieron hacer nada, el jovencito ingresó a la Sala de Emergencia sin signos vitales... 


     Historias como estas pasan de vez en cuando en torno a este árbol, muy pocos son los que corren con suerte. Este frondoso árbol  conocido como Hippomane Mancinella, la manzanilla de la muerte o árbol de la muerte, crece en regiones costeras y suelos arenosos. Expertos atestiguan que también se encuentra en América Latina. Sus frutos son venenosos al igual que su tallo y hojas. Puede alcanzar 20 m de altura, y con tan solo el rocío del amanecer, puede causar graves daños en la piel del ser humano. Se encuentra registrado en el Libro de Récord Guinnes como "El árbol más peligroso del mundo". 



     No comas sus frutas, no toques sus hojas, no lo mires de cerca...
  


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