Sr. Juez

     La sala estaba concurrida, los presentes guardaban silencio para escuchar las declaraciones de la culpable, y cerca del estrado el abogado insistentemente le formulaba las preguntas a la mujer; como saetas de fuego que trataban de romper su coraza... al final la joven comenzó a confesar su crimen. Con la voz temblorosa, casi audible, y la mirada lacrimosa dijo:

_Señor juez, no sabía lo que hacía... él era mío y de más nadie.

     Gabriela Durán, una joven de veinticinco años, se casó un día con el contador Javier Luzárraga, un experto hombre de negocios que tenía su pequeña empresa. Los primeros años fueron de maravilla, hasta que el señor Luzárraga comenzó a salir en las tardes sin darle explicaciones a su mujer y regresaba en la noche deshaciéndose en sonrisas. Ya no era el mismo de antes, era un hombre distinto. Gabriela sabía que su marido no iba a la cafetería ni a su despacho. Sin embargo, callaba y aguantaba las ganas de reclamarle.

_Señor juez, yo tenía mis dudas, pero nunca quise enfrentarlo por temor a perderlo... ¿Por qué callé? Porque pensé que algún día me confesaría su aventura y me rogaría que lo perdonara.

     Efectivamente Javier estaba engañando a su esposa con una jovencita de dieciocho años, la cual conoció en una cafetería cercana a su oficina. Hubo noches que llegaba borracho a la casa, con perfume de mujer impregnado en su piel, y por si fuera poco, la marca de labial carmesí en el cuello de la camisa. Gabriela sollozaba frente al espejo del baño y gritaba histérica, mientras su esposo dormía plácidamente en la cama. "¿Qué estás esperando?, ¡Él es tuyo, no de esa perra!", cuestionaba la mujer a su reflejo en el cristal.

     Una noche decidió no aguantar más, caminó a la cocina por un vaso de agua, pero el reflejo de un cuchillo en la oscuridad llamó su atención. Lo sostuvo entre sus manos, sintió su peso y por un momento pensó en cometer una locura... Al entrar en la habitación contempló a su marido dormido, tenía una cara de ingenuo... de repente, su mirada se volvió malévola, se inclinó en la cama para besar sus labios, y en un solo movimiento pasó el cuchillo por el cuello del hombre. La sangre comenzó a fluir y Javier contemplaba a su mujer mientras se ahogaba.

     Después de aquella noche Gabriela llamó a la policía y se entregó a las autoridades.

_Señor juez... sí, yo lo maté, no pude sufrir el que ya no fuera mío; si no podía tener su amor ninguna otra mujer lo podía tener... Señor juez, lo maté porque era mío.

_Gabriela de Luzárraga, yo la declaro culpable del homicidio de su esposo, el señor Javier Luzárraga, deberá usted pagar una condena de veinte años de prisión_Dijo el juez inclemente.

_Señor juez, confieso que he amado...







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